El ajedrez escolar: dos
miradas
Autor: Marcelo Re
Me
gustaría compartir con ustedes mi humilde trayectoria como profesor de ajedrez a
lo largo de tres décadas en las aulas de numerosos establecimientos educativos
de gestión pública y privada de la provincia de Buenos Aires y CABA.
A lo
largo de este tiempo he vivido miles de experiencias (la mayoría gratas, por
suerte) y algunas de ellas que tuvieron especial relevancia y dejaron en mí una
huella que me ha marcado para siempre como docente y, en general, como persona.
Me
propongo en pocas líneas hacer un breve recorrido de este largo periodo para
que pueda expresarme de la mejor manera posible. Para eso la mejor forma es
empezar por el principio.
Llegué
a las aulas, como suele suceder con la gran mayoría de los ajedrecistas, sin
saber bien cómo. Era muy joven, rozaba los veinte años y me encantaba el
ajedrez, en particular jugar torneos y estudiar aperturas, táctica pero no
tanto estrategia ni finales aunque reconocía lo importante que eran para ser un
jugador completo. Me pasaba horas y horas frente al tablero en mi casa. Mi
horario preferido era la madrugada porque había un silencio total y nadie de mi
familia merodeaba. Ese era mi vínculo con el ajedrez, no eran épocas de
computadoras aun. Todo se resumía en un tablero, libros y revistas. Era mágico
y fascinante. Muchas veces me iba a dormir con el amanecer. Posiblemente a
muchos de ustedes les pase o les haya pasado algo parecido. Es una pasión
compartida pero en soledad.
Ocurrió
que un buen día y casi sin darme cuenta, ese ajedrecista estaba en un salón de
escuela primaria con más de treinta estudiantes mirándome con curiosidad y
alegría porque yo les iba a enseñar a jugar al ajedrez. Recuerdo sentir esa adrenalina
que producen los momentos de mucha ansiedad. ¿Qué estoy haciendo acá? Pensaba
para mí. ¿Qué es lo que tengo que hacer ahora?. La realidad es que no tenía ni
idea por donde arrancar, tampoco contaba con demasiados recursos más que un
tablero que había llevado de mi casa. Lo cierto es que hice lo que
habitualmente uno hace en esos momentos. Buscar en los propios recuerdos. Y
cuando uno hace eso trata de recordar su propia trayectoria educativa, los
pasos por la escuela primaria o por la secundaria y recordar como la maestra o
algún profesor nos enseñaba alguna materia en particular y, en fin, tratar de
imitar su metodología de enseñanza. Todos tenemos una imagen de lo que
significa ser docente y luego de tantos años como alumnos algo podemos rescatar
y utilizar, con total seguridad. Además, ¡Si conmigo funcionó y aquí estoy, no
podrá fallar seguramente con mis alumnos!
Lo
cierto es que, a tientas, entré en el mundo de la enseñanza y mal o bien
sobreviví al momento. Con el correr de los días, de las semanas, de los meses y
de los años, las clases se fueron desarrollando con mayor fluidez, con más
coherencia, con más orden, en fin, mis clases fueron progresando y fui logrando
una mejorar calidad en la enseñanza del ajedrez. Nunca había estudiado
pedagogía, no había tocado un solo libro de didáctica pero lo cierto era que
cuando llegaba el profesor de ajedrez los chicos estaban mucho mas felices que
con la señorita que había estudiado en el magisterio. Conclusión, la pedagogía
se estudia o es innata, por lo tanto, yo era uno de los últimos, un docente
nato.
Reconozco
que, en líneas generales, jamás tuve problemas de manejo de grupo, de ordenamiento
de contenidos, de hacer mis clases entretenidas, etc, etc. En ese sentido acepto
que siempre me ha ido muy bien.
La
cuestión que con el correr de los años fui teniendo mayor cantidad de colegios,
eso implicaba mayor cantidad de alumnos y junto a otros profesores empezamos a
organizar torneos. Allí nuestros alumnos jugaban, competían, se divertían y
nosotros también. Estábamos muy felices de ver el resultado de nuestro trabajo
cristalizarse y apreciar como nuestros alumnos jugaban cada día mejor.
Comenzaron
los viajes, primero cerquita, luego más lejos y luego fundamos un club y
nuestros chicos viajaban en masa a jugar los campeonatos nacionales. Todo era
el corolario de aquel trabajo áulico inicial. Yo me sentía muy orgulloso de mi
trabajo y la gran mayoría de las personas que me rodeaban seguro que pensaban
igual que yo. Es que en realidad había hecho un gran trabajo, pero, más allá de
todo el esfuerzo, la dedicación, había algunas cosas que no llegaba a
comprender o al menos a observar. Estaba muy metido en mi rol de profesor de
ajedrez tradicional. Buscaba que mis alumnos jugaran bien al ajedrez, que
resolvieran a la perfección los ejercicios de táctica, que aprendan a jugar
decentemente las aperturas y que sean capaces de conocer a la perfección, el
mecanismo para ganar un final elemental. Sin embargo, estaba equivocado en algo
que años después comprendí mejor.
¿Quién
puede discutir que el enseñar contenidos cada vez más complejos a niños y niñas
cada vez más pequeños puede ser algo negativo si esos niños o niñas lo aprenden
y ponen en práctica?. ¿Quién puede estar en desacuerdo que un niño que se ha
esforzado mucho sea reconocido por ello?.
Sucede
que me había olvidado de un detalle fundamental pero nada difícil de entender.
Lo que sucede es que no lo podía ver porque yo estaba muy contaminado con mi
propia esencia de ajedrecista. Yo veía a la escuela como un club, como un
semillero. Ahí estaban todos los chicos. Algunas jugarían mal, otros mas o
menos y otros bien. Ese último grupo iría a las competencias y sería mi grupo
de referencia. ¿Qué porcentaje del total de alumnos representaría ese grupo? Un
cinco o diez por ciento como mucho. La pregunta que nunca me había hecho era…¿y
que hacemos con el noventa y cinco por ciento restante?.
De la
misma manera que un profesor de matemática no busca que sus alumnos sean
matemáticos, ni que un profesor de plástica busca que sus alumnos sean artistas
plásticos, ni que un profesor de música quiera que sus alumnos sean músicos, ni
que uno de filosofía que sean filósofos. Lo que busca un docente de la materia
que sea es que sus alumnos adquieran la disciplina que enseñan y que guarden de
esa materia un grato recuerdo. Después, cada uno elegirá el camino que más le
guste. El error es empezar al revés.
Un episodio
fue bisagra en mi carrera docente. Eso no sucedió en un aula sino en una
campeonato mundial de ajedrez infantil. La escena era algo así: Una gran puerta
de madera que separaba el salón de juego en el que había más de mil niños y
niñas de todo el mundo y el sector donde aguardaban los familiares,
entrenadores, etc. Yo, obviamente, estaba de ese lado. Sin embargo, algo me
produjo un clic, algo me hizo notar que yo no podía seguir alimentando esa “carnicería
humana”. Cada tanto la puerta se abría y salían dos nenes o dos nenas. Se
acercaban los acompañantes y de un lado se oían loas y aplausos, se veían
abrazos y gestos de alegría infinita mientras que del otro llantos, gestos
adustos, susurros, caricias de consuelo .
En ese
momento es como que tuve un “flash back” a mi primera clase frente a un curso y
me pregunté nuevamente ¿Qué estoy haciendo yo acá?. ¿Para eso había viajado
miles de kilómetros?.
Obviamente
el regreso de ese viaje me hizo replantear muchas cosas. Si bien el escalón
último era la alta competencia, todo comenzaba por el principio, es decir,
desde el primer día que mis alumnos se ponían en contacto con el ajedrez y
aprendían a mover las piezas.
Honestamente,
no sé si cambié en algo la manera de dar mis clases. Lo que estoy seguro es que
lo que cambié fue la mirada sobre el ajedrez. Yo en la escuela enseño ajedrez
escolar. Enseño a jugar al ajedrez pero como un juego. Lo enseño con la
seriedad que el juego se merece pero estoy atento a los pequeños detalles que
antes no advertía. No resalto las victorias entre mis alumnos porque no es el
fin último de mis clases el ganar o el perder, trato de apostar siempre al que
más le cuesta porque no es bueno ir avanzando del que mejor juega porque así le
estamos privando la posibilidad a los demás de disfrutar del juego. Si hacemos
torneos, el objetivo prioritario es socializar, no ganar. Yo soy consciente que
la sociedad es muy competitiva pero en el aula tenemos que intentar
descomprimir eso y no ponerlo en el primer lugar.
Esa
experiencia me llevó también a estudiar. Actualmente estoy haciendo mi tesis
para recibirme de Licenciado en Educación. Otras puertas se me abrieron, otras
miradas, otras formas de ver el juego.
Hace
poco tuve la ocasión de leer una nota de Pablo Zarnicki en la que explicaba los
motivos de su renuncia. No me cabe la menor duda que habrá dado lo mejor de sí
para llevar adelante la gestión del programa pero, por los motivos que detalla,
se vio imposibilitado para dar respuestas a la comunidad educativa que le
reclamaba. Más allá de eso, me pregunto algunas cosas en relación a su
concepción del ajedrez escolar. Hace algunas semanas escuché un programa de
radio en que lo reporteaban siendo aún coordinador del programa nacional de
ajedrez educativo. Me llamó poderosamente la atención que en un momento del
reportaje promoviera el desarrollo del ajedrez como taller extraprogramático y
no como un espacio curricular para todos. Una política pública de estas
características debería ser, al menos en teoría, lo más abarcativa posible. Me
imagino que opinarían las familias si una materia como ingles se dictase como
taller opcional. Encontré tres posibles respuestas a ese planteo, una
posibilidad que sea por cuestiones presupuestarias, otra por falta de docentes
calificados para realizar la tarea y, por último, que el ajedrez solo deba ser
practicado por quienes tienen una inclinación “natural” hacia él. Yo me
pregunto si fuera la última opción, cuántos chicos se perderían la oportunidad
de conocer este maravilloso juego. Además, esto incidiría drásticamente en los
niños de condiciones más vulnerables que carecen del contacto con bienes
culturales que normalmente no se promueven por los medio de comunicación
masivo. Por esa causa habían surgido programas como orquestas escuela y coros,
o el programa de ajedrez. Para que todos tengan la posibilidad de aprenderlo a
jugar, a cantar o a tocar un instrumento musical.
No
quiero extenderme más pero para resumir en pocas palabras lo que antes expresé con
amplitud, considero extremadamente importante saber cual es la finalidad de que
el ajedrez entre en las aulas de las escuelas de nuestro país. Un ministerio de
educación no debe pretender que si incorpora una política pública de estas
características busque a mediano o largo plazo obtener jugadores destacados que
nos representen internacionalmente. Aclaro!! Eso es algo maravilloso…pero no el
objetivo del programa. Por eso, es necesario ante todo que nos corrernos del
lugar de ajedrecista que todos llevamos dentro y comprendamos qué increíble
aporte podemos hacerle a los niños y jóvenes de nuestro país si una vez a la
semana se sientan frente a un tablero de ajedrez con sus compañeros de clase.
Cuantas cosas pueden aprender (no necesariamente el final de Lucena o la
variante Berlinesa de la Ruy López, por dar unos ejemplos). Cuantos valores,
cuantas vivencias, cuanto juego…juego por jugar. Disfrutar, pasarla bien.
Quizás algunos de esos chicos tengan el deseo y la posibilidad de acudir a un
club de ajedrez y llegar a ser campeones y viajar por el mundo representando a
nuestro país. Ojalá que eso suceda…pero los que estamos enseñando en las
escuelas quizás ni nos enteremos de eso porque no vamos a estar atentos a esos
resultados.
Nuestro
mayor logro no tiene que ser que en nuestros pergaminos hayamos tenido entre
nuestros alumnos algún campeón argentino, sino decenas, cientos, miles de
alumnos que recuerden el ajedrez con cariño, que el día de mañana lo jueguen
con sus hijos y con sus nietos, que hayan aprendido que cualquiera puede
jugarlo sin distinción de género ni de condición social, que no es un juego
para inteligentes, en fin, que se pulvericen todos los prejuicios que lo
envuelven y que solamente sea un juego, un juego para jugar.
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