viernes, 18 de mayo de 2018


El ajedrez escolar: dos miradas
Autor: Marcelo Re
Me gustaría compartir con ustedes mi humilde trayectoria como profesor de ajedrez a lo largo de tres décadas en las aulas de numerosos establecimientos educativos de gestión pública y privada de la provincia de Buenos Aires y CABA.
A lo largo de este tiempo he vivido miles de experiencias (la mayoría gratas, por suerte) y algunas de ellas que tuvieron especial relevancia y dejaron en mí una huella que me ha marcado para siempre como docente y, en general, como persona.
Me propongo en pocas líneas hacer un breve recorrido de este largo periodo para que pueda expresarme de la mejor manera posible. Para eso la mejor forma es empezar por el principio.
Llegué a las aulas, como suele suceder con la gran mayoría de los ajedrecistas, sin saber bien cómo. Era muy joven, rozaba los veinte años y me encantaba el ajedrez, en particular jugar torneos y estudiar aperturas, táctica pero no tanto estrategia ni finales aunque reconocía lo importante que eran para ser un jugador completo. Me pasaba horas y horas frente al tablero en mi casa. Mi horario preferido era la madrugada porque había un silencio total y nadie de mi familia merodeaba. Ese era mi vínculo con el ajedrez, no eran épocas de computadoras aun. Todo se resumía en un tablero, libros y revistas. Era mágico y fascinante. Muchas veces me iba a dormir con el amanecer. Posiblemente a muchos de ustedes les pase o les haya pasado algo parecido. Es una pasión compartida pero en soledad.
Ocurrió que un buen día y casi sin darme cuenta, ese ajedrecista estaba en un salón de escuela primaria con más de treinta estudiantes mirándome con curiosidad y alegría porque yo les iba a enseñar a jugar al ajedrez. Recuerdo sentir esa adrenalina que producen los momentos de mucha ansiedad. ¿Qué estoy haciendo acá? Pensaba para mí. ¿Qué es lo que tengo que hacer ahora?. La realidad es que no tenía ni idea por donde arrancar, tampoco contaba con demasiados recursos más que un tablero que había llevado de mi casa. Lo cierto es que hice lo que habitualmente uno hace en esos momentos. Buscar en los propios recuerdos. Y cuando uno hace eso trata de recordar su propia trayectoria educativa, los pasos por la escuela primaria o por la secundaria y recordar como la maestra o algún profesor nos enseñaba alguna materia en particular y, en fin, tratar de imitar su metodología de enseñanza. Todos tenemos una imagen de lo que significa ser docente y luego de tantos años como alumnos algo podemos rescatar y utilizar, con total seguridad. Además, ¡Si conmigo funcionó y aquí estoy, no podrá fallar seguramente con mis alumnos!
Lo cierto es que, a tientas, entré en el mundo de la enseñanza y mal o bien sobreviví al momento. Con el correr de los días, de las semanas, de los meses y de los años, las clases se fueron desarrollando con mayor fluidez, con más coherencia, con más orden, en fin, mis clases fueron progresando y fui logrando una mejorar calidad en la enseñanza del ajedrez. Nunca había estudiado pedagogía, no había tocado un solo libro de didáctica pero lo cierto era que cuando llegaba el profesor de ajedrez los chicos estaban mucho mas felices que con la señorita que había estudiado en el magisterio. Conclusión, la pedagogía se estudia o es innata, por lo tanto, yo era uno de los últimos, un docente nato.
Reconozco que, en líneas generales, jamás tuve problemas de manejo de grupo, de ordenamiento de contenidos, de hacer mis clases entretenidas, etc, etc. En ese sentido acepto que siempre me ha ido muy bien.
La cuestión que con el correr de los años fui teniendo mayor cantidad de colegios, eso implicaba mayor cantidad de alumnos y junto a otros profesores empezamos a organizar torneos. Allí nuestros alumnos jugaban, competían, se divertían y nosotros también. Estábamos muy felices de ver el resultado de nuestro trabajo cristalizarse y apreciar como nuestros alumnos jugaban cada día mejor.
Comenzaron los viajes, primero cerquita, luego más lejos y luego fundamos un club y nuestros chicos viajaban en masa a jugar los campeonatos nacionales. Todo era el corolario de aquel trabajo áulico inicial. Yo me sentía muy orgulloso de mi trabajo y la gran mayoría de las personas que me rodeaban seguro que pensaban igual que yo. Es que en realidad había hecho un gran trabajo, pero, más allá de todo el esfuerzo, la dedicación, había algunas cosas que no llegaba a comprender o al menos a observar. Estaba muy metido en mi rol de profesor de ajedrez tradicional. Buscaba que mis alumnos jugaran bien al ajedrez, que resolvieran a la perfección los ejercicios de táctica, que aprendan a jugar decentemente las aperturas y que sean capaces de conocer a la perfección, el mecanismo para ganar un final elemental. Sin embargo, estaba equivocado en algo que años después comprendí mejor.
¿Quién puede discutir que el enseñar contenidos cada vez más complejos a niños y niñas cada vez más pequeños puede ser algo negativo si esos niños o niñas lo aprenden y ponen en práctica?. ¿Quién puede estar en desacuerdo que un niño que se ha esforzado mucho sea reconocido por ello?.
Sucede que me había olvidado de un detalle fundamental pero nada difícil de entender. Lo que sucede es que no lo podía ver porque yo estaba muy contaminado con mi propia esencia de ajedrecista. Yo veía a la escuela como un club, como un semillero. Ahí estaban todos los chicos. Algunas jugarían mal, otros mas o menos y otros bien. Ese último grupo iría a las competencias y sería mi grupo de referencia. ¿Qué porcentaje del total de alumnos representaría ese grupo?   Un cinco o diez por ciento como mucho. La pregunta que nunca me había hecho era…¿y que hacemos con el noventa y cinco por ciento restante?.
De la misma manera que un profesor de matemática no busca que sus alumnos sean matemáticos, ni que un profesor de plástica busca que sus alumnos sean artistas plásticos, ni que un profesor de música quiera que sus alumnos sean músicos, ni que uno de filosofía que sean filósofos. Lo que busca un docente de la materia que sea es que sus alumnos adquieran la disciplina que enseñan y que guarden de esa materia un grato recuerdo. Después, cada uno elegirá el camino que más le guste. El error es empezar al revés.
Un episodio fue bisagra en mi carrera docente. Eso no sucedió en un aula sino en una campeonato mundial de ajedrez infantil. La escena era algo así: Una gran puerta de madera que separaba el salón de juego en el que había más de mil niños y niñas de todo el mundo y el sector donde aguardaban los familiares, entrenadores, etc. Yo, obviamente, estaba de ese lado. Sin embargo, algo me produjo un clic, algo me hizo notar que yo no podía seguir alimentando esa “carnicería humana”. Cada tanto la puerta se abría y salían dos nenes o dos nenas. Se acercaban los acompañantes y de un lado se oían loas y aplausos, se veían abrazos y gestos de alegría infinita mientras que del otro llantos, gestos adustos, susurros, caricias de consuelo .
En ese momento es como que tuve un “flash back” a mi primera clase frente a un curso y me pregunté nuevamente ¿Qué estoy haciendo yo acá?. ¿Para eso había viajado miles de kilómetros?.   
Obviamente el regreso de ese viaje me hizo replantear muchas cosas. Si bien el escalón último era la alta competencia, todo comenzaba por el principio, es decir, desde el primer día que mis alumnos se ponían en contacto con el ajedrez y aprendían a mover las piezas.
Honestamente, no sé si cambié en algo la manera de dar mis clases. Lo que estoy seguro es que lo que cambié fue la mirada sobre el ajedrez. Yo en la escuela enseño ajedrez escolar. Enseño a jugar al ajedrez pero como un juego. Lo enseño con la seriedad que el juego se merece pero estoy atento a los pequeños detalles que antes no advertía. No resalto las victorias entre mis alumnos porque no es el fin último de mis clases el ganar o el perder, trato de apostar siempre al que más le cuesta porque no es bueno ir avanzando del que mejor juega porque así le estamos privando la posibilidad a los demás de disfrutar del juego. Si hacemos torneos, el objetivo prioritario es socializar, no ganar. Yo soy consciente que la sociedad es muy competitiva pero en el aula tenemos que intentar descomprimir eso y no ponerlo en el primer lugar.
Esa experiencia me llevó también a estudiar. Actualmente estoy haciendo mi tesis para recibirme de Licenciado en Educación. Otras puertas se me abrieron, otras miradas, otras formas de ver el juego.
Hace poco tuve la ocasión de leer una nota de Pablo Zarnicki en la que explicaba los motivos de su renuncia. No me cabe la menor duda que habrá dado lo mejor de sí para llevar adelante la gestión del programa pero, por los motivos que detalla, se vio imposibilitado para dar respuestas a la comunidad educativa que le reclamaba. Más allá de eso, me pregunto algunas cosas en relación a su concepción del ajedrez escolar. Hace algunas semanas escuché un programa de radio en que lo reporteaban siendo aún coordinador del programa nacional de ajedrez educativo. Me llamó poderosamente la atención que en un momento del reportaje promoviera el desarrollo del ajedrez como taller extraprogramático y no como un espacio curricular para todos. Una política pública de estas características debería ser, al menos en teoría, lo más abarcativa posible. Me imagino que opinarían las familias si una materia como ingles se dictase como taller opcional. Encontré tres posibles respuestas a ese planteo, una posibilidad que sea por cuestiones presupuestarias, otra por falta de docentes calificados para realizar la tarea y, por último, que el ajedrez solo deba ser practicado por quienes tienen una inclinación “natural” hacia él. Yo me pregunto si fuera la última opción, cuántos chicos se perderían la oportunidad de conocer este maravilloso juego. Además, esto incidiría drásticamente en los niños de condiciones más vulnerables que carecen del contacto con bienes culturales que normalmente no se promueven por los medio de comunicación masivo. Por esa causa habían surgido programas como orquestas escuela y coros, o el programa de ajedrez. Para que todos tengan la posibilidad de aprenderlo a jugar, a cantar o a tocar un instrumento musical.
No quiero extenderme más pero para resumir en pocas palabras lo que antes expresé con amplitud, considero extremadamente importante saber cual es la finalidad de que el ajedrez entre en las aulas de las escuelas de nuestro país. Un ministerio de educación no debe pretender que si incorpora una política pública de estas características busque a mediano o largo plazo obtener jugadores destacados que nos representen internacionalmente. Aclaro!! Eso es algo maravilloso…pero no el objetivo del programa. Por eso, es necesario ante todo que nos corrernos del lugar de ajedrecista que todos llevamos dentro y comprendamos qué increíble aporte podemos hacerle a los niños y jóvenes de nuestro país si una vez a la semana se sientan frente a un tablero de ajedrez con sus compañeros de clase. Cuantas cosas pueden aprender (no necesariamente el final de Lucena o la variante Berlinesa de la Ruy López, por dar unos ejemplos). Cuantos valores, cuantas vivencias, cuanto juego…juego por jugar. Disfrutar, pasarla bien. Quizás algunos de esos chicos tengan el deseo y la posibilidad de acudir a un club de ajedrez y llegar a ser campeones y viajar por el mundo representando a nuestro país. Ojalá que eso suceda…pero los que estamos enseñando en las escuelas quizás ni nos enteremos de eso porque no vamos a estar atentos a esos resultados.
Nuestro mayor logro no tiene que ser que en nuestros pergaminos hayamos tenido entre nuestros alumnos algún campeón argentino, sino decenas, cientos, miles de alumnos que recuerden el ajedrez con cariño, que el día de mañana lo jueguen con sus hijos y con sus nietos, que hayan aprendido que cualquiera puede jugarlo sin distinción de género ni de condición social, que no es un juego para inteligentes, en fin, que se pulvericen todos los prejuicios que lo envuelven y que solamente sea un juego, un juego para jugar.